Mi rostro frente al espejo es de lo más deprimente
que he visto nunca. ¡Maldito accidente!
¿Por qué a mí? –Tomó aire respirando hondo- bueno, ya da igual, ya no puedo
hacer nada. –Se dijo a sí misma dejando su reflejo a su espalda. Se sentó junto
a la ventana observando los pájaros en el jardín trasero, donde la tarde lentamente
cedió paso a la oscuridad.
Aquella noche se sentía mentalmente agotada,
recordar como su vida había cambiado tan drásticamente una vez tras otra, agota
a cualquiera, pero para ella era una lucha interna, le estaba siendo muy duro
tratar de vivir con aquellas cicatrices en la cara que la habían convertido en
un monstruo. Volvió a cerrar los ojos, suspiró mientras una lágrima quiso
escapar de su jaula y dejó que el sueño la envolviera.
A la mañana siguiente, abrió los ojos casi con la
misma pesadez con los que los había cerrado la noche anterior, comenzaba a
tener una vida en modo bucle de la que no terminaría logrando nada bueno para
ella. Despertarse, comer lo primero que encontrase únicamente por necesidad, y
tirarse en la cama a contemplar el paisaje día tras día como si de una reclusa
se tratase, reclusa de su desgracia. Gotas de agua comenzaron a caer
estrellándose contra los cristales. –La lluvia debería limpiar hasta lo más
profundo del alma.-Se dijo en voz alta. A la noche, su cena consistiría en un
suspiro de tristeza.
Pero esa noche sería el comienzo de su siguiente
pesadilla. Entre temblores y sudor frío, fueron pasando las horas. Sarah soñaba
que estaba sentada en lo que parecía el columpio de un porche, observaba el
verde pasto, sentía la fresca brisa que la envolvía pero no llegaba a tener
frío. De algún lugar que no llegó a ver, salió una niña pequeña, de cabello
castaño y ojos despiertos; se dirigió hacia ella, la agarró en brazos y la llevó consigo dentro
de la casa. Fue entonces cuando Sarah se dio cuenta de que algo no iba bien.
Tenía el tamaño de una muñeca y no podía moverse. Comenzó a sentir impotencia,
y ello le provocaba más ansiedad que hacía a su corazón latir más fuerte, el
sudor frío era más continuo, los espasmos cada vez eran más fuertes, aunque
ella no se diese cuenta. La niña entró en su habitación, sentó a su muñeca
entre otras en un estante medio oculto en sombras y, cruzando la puerta la
cerró a su paso. Sarah observó todo a su alrededor terminando en el espejo
colocado frente al estante donde se encontraba y pudo ver que se había
convertido en una muñeca de porcelana. Su cara estaba reconstruida con
pegamento, parecía una mala metáfora de la realidad; su piel se había vuelto
áspera, y su cuerpo inmóvil. Fue entonces, al verse con detenimiento cuando
comprendió que ese sería su futuro, ser una muñeca rota, pero no le importó,
pues en el fondo ya sentía estar muerta desde aquel accidente hace ya un largo
tiempo.